En la mentalidad de las formaciones de una parte del arco parlamentario, la España de las autonomías resulta una incomodidad de la que hay que prescindir.
La democracia española ha propiciado en las últimas cuatro décadas una admirable etapa de progreso y libertades, situándose entre las sociedades más avanzadas del planeta.
Durante estos años, las autonomías han pasado de ser un ente abstracto destinado a envolverse en la bandera de los hechos históricos, culturales y folklóricos, a convertirse en la representación de una España diversa, moderna y flexible, que ha dotado a nuestro país de unos vasos comunicantes que llegan de lo más grande de lo pequeño a lo más humilde de lo humano, enlazando un talento público y privado que nos hace transitar por la senda del progreso.
Es cierto que, a pesar de sus bondades, el sistema autonómico no está exento de riesgos y amenazas. Pero para hacer frente a esos retos, la Constitución de 1978 prevé los mecanismos y cauces necesarios para su resolución en el marco estrictamente jurídico.
Luego está la política. En la mentalidad de las formaciones de una parte del arco parlamentario, la España de las autonomías resulta una incomodidad de la que hay que prescindir.
Las autonomías, con sus propias preguntas y sus correspondientes respuestas, se han convertido en un oponente muy fuerte para un centralismo cuyo ideario se conforma con la visión de una España rígida, atada a viejos usos y costumbres, reduccionista, arbitraria de recursos públicos y faro único de adopción de decisiones.
Por eso, ante el grave problema político que suscitó el 1-O y el desgarro que supuso en las sociedades catalanas y española, no es de extrañar que los melancólicos hayan abierto rancios baúles que desempolvan el reclamo de mano dura y testosterona como postura única para la resolución de los grandes problemas políticas.
Posicionamiento que se opone a la exploración y empleo inteligente de alternativas que derroten la polarización, que no resuelven la búsqueda de herramientas de diálogo entre diferentes sectores de opinión y abran nuevos cauces a una doble y necesaria convivencia: entre Cataluña y España y entre las dos Cataluñas ahora coexistentes.
Frente al inmovilismo que enquista el problema, algo hay que hacer. Si los indultos constituyen el primer paso para el restablecimiento de las complicidades básicas que precisa el Estado Autonómico y el conjunto del Estado en el momento histórico actual, bienvenidos sean.
Solo el tiempo dirá si la arriesgada apuesta ha sido fructífera o no. Pero cuando queda más que constatada la existencia de millones de personas que son partidarias de la independencia y de otros millones de catalanes que no comparten ausentarse de España, existe un claro problema ante el que la obligación de los poderes públicos es clara e ineludible, aunque otros la hayan evitado en el pasado: reconocer la realidad, ganar tiempo para reducir la intensidad de las divisiones y apaciguarlas mediante la paciente búsqueda de puntos de encuentro.
Si la administración de Rajoy hubiera usado el tiempo que se ha perdido para un proceso semejante, quizás la erosión social y política que sufre el marco autonómico, en este momento, no exigiría de una respuesta diplomática que roza la épica.
Ahora se abre un nuevo tiempo que cuenta con el beneplácito de la mayoría del arco parlamentario español, el Consejo de Europa, la Confederación de Empresarios, la Conferencia Episcopal y buena parte de la sociedad civil.
Un nuevo tiempo que debe emplear el diálogo, dejar atrás las frustraciones, elevar el objetivo de la convivencia como base para la paz, recuperar la estabilidad y la confianza para desarrollar proyectos comunes que nos lleven a ser protagonistas de una transformación que sea capaz de afrontar el futuro que se abre ante nosotros.
Un futuro que requiere de una mirada renovadora del Estado Autonómico, y que pasa inexcusablemente por una colaboración mutua de todas las comunidades para construir una España fuerte en una Europa en pleno proceso de evolución.
Y quienes siguen afirmando lo contrario, esos que se erigen en guardianes de la nacionalidad, desde una frontera u otra, utilizando como instrumento de medida sus prejuicios, frustraciones, antipatías y fobias, tendrán que demostrar que alentar la confrontación y el odio proporciona mejores resultados. De lo contrario, lo conveniente es apartase y reducir los decibelios que generan ruido.