Todas las tardes, al caer el sol, se sentaba en la ladera vislumbrando la inmensidad del océano y la batalla diaria de las rocas del acantilado contra las duras mareas del mar del norte.
Allí, en solitario, contemplaba el faro que todos los días le recordaba a ella. Con su inquebrantable sosiego, transmitiendo luminosas palabras a quienes saben escuchar, en una armoniosa cadencia. Cortejados por los peces, estremecidos por el vendaval, se yerguen apacibles frente al océano, brillantes, bañados de sol y de sal. Guían a los marineros con sus destellos rutilantes.
El faro le recordaba a ella, porque está ahí, plácido durante el día y al oscurecer, se muestra de nuevo orgullosos, desafiantes. Guerrero incombustible. Vigía palpitante. Coloso al servicio de los demás. Y en las noches de luna llena, canta su canción de amor al pescador que confiado, mar adentro, se aleja. Y a las barquitas que faenan, a las nubes de algodón, a las caracolas y a las sirenas. El faro que se pasan la noche entera haciéndole guiños a las estrellas en el cielo resplandeciente.
Siempre pensaba que, al igual que ella, los faros tienen muchas historias que contar. ¿Cuántas duras noches de tormenta habrá aguantado, cuantas calmas, cuantas batallas, cuántos duelos, pero, sobre todo, cuántas veces habrá servido de musa para narrar historias de amor y desamor? Y se preguntó: ¿Cuántas veces lo seguirán haciendo?
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