Desde su fundación, la democracia de los Estados Unidos asombró a grandes pensadores europeos. Y durante más de doscientos años ha sido un ejemplo paradigmático aún con sus fallos e imperfecciones.
Sin embargo, desde las elecciones presidenciales del pasado mes de noviembre, muchos ciudadanos y analistas de las más diversas latitudes, son testigos de la manifiesta debilidad que atraviesa la democracia estadounidense, evidenciada en un hecho inédito en el último siglo: en la víspera de la asunción del presidente electo, Joe Biden, simpatizantes de Trump se congregaron desde distantes puntos del país para manifestarse en Washington, llegando, en una escalada violenta, a asaltar por la fuerza al Capitolio profanando muchos de los símbolos en que se sustentan los procedimientos democráticos en dicho país, en una suerte de intento de golpe de estado chapucero.
Como señala el ex Secretario de Estado Henry Kissinger en su obra «Diplomacia», Estados Unidos, al igual que otras potencias hegemónicas en sus respectivos tiempos, logró en el siglo XX que gran parte de la vida de la comunidad internacional se rigiera a partir de sus valores.
Esta predominante incidencia en el plano de las relaciones internacionales, que distintas potencias hegemónicas logran conquistar cada cierto tiempo, las posiciona en un lugar privilegiado de las agendas de las personas a escala planetaria. No es de sorprenderse, entonces, que lo que ocurre en la autopercibida como “la democracia más antigua” de la contemporaneidad, suscite la atención del resto del mundo.
A diferencia de las noticias casi cotidianas que llegan desde Estados Unidos, esta semana la atención fue movilizada por la fuerte carga valorativa que envolvió a los hechos ocurridos en Washington.
Se trata de acontecimientos que cuestionan valores tan arraigados en la cultura occidental como lo son la democracia, las instituciones, el respeto a las reglas de juego, el mantenimiento del orden público, la convivencia pacífica y la libertad de expresión, por citar sólo algunos. Es decir, los pilares sobre los cuales Estados Unidos construyó su hegemonía cultural en el último siglo hoy atraviesan una aguda crisis.
Con los hechos consumados y el Capitolio -una vez desalojados los manifestantes- reconociendo el triunfo de Biden, Estados Unidos transita los últimos días antes del 20 de enero, día en el que, si la tradición se mantiene viva, Trump debería estar presente en el ascenso de su sucesor. Sin embargo, como mucho en la carrera política del empresario, todo se envuelve en un halo de incertidumbre, decisiones intempestivas y delirios megalómanos.
Lo cierto es que, con el fin del mandato de Trump, no necesariamente está concluyendo una etapa política, sino que, por lo contrario, se puede estar en la antesala de algo distinto, nuevo e incierto para la historia de la democracia de la potencia occidental.
El desafío de repensar eventos como los que tuvieron lugar en Estados Unidos en la primera semana del año no consiste sólo en detenerse en analizar el presente -algo necesario, pero no suficiente-, sino en prestarle atención al pasado y al futuro. Lo característico de este tipo de fenómenos sociales y políticos, es que su explosivo origen no está en el simple llamamiento que un líder irresponsable pueda hacer para suscitar la movilización de adeptos, sino que el malestar desatado en una jornada violenta suele estar larvado durante mucho tiempo antes en la sociedad.
Por otro lado, el futuro puede conllevar, incluso, riesgos más graves que en el presente. Este tipo de situaciones (violencia desatada), la respuesta de las fuerzas de seguridad (represión), y el tratamiento que de ellas hagan los dirigentes y la opinión pública (condena o reivindicación), puede ser un catalizador de futuras movilizaciones o incluso del ascenso de nuevos líderes tanto o más radicales que el propio Trump, no solo en EEUU, sino también en nuestro propio país.