Existió una vez, un joven de mediana edad que todos los días recorría un largo camino, del que no se veía el final, como lo hacía mucha gente que había a su alrededor.
Su marchar pausado, casi desganado hacía que el camino se le hiciera largo, difícil y tortuoso. Así que, a veces, aprovechaba para pararse a un lado y observar lo que le rodeaba, disfrutar del paisaje y de la brisa fresca que le acariciaba la cara cuando corría un poco de aire.
Podría pasar desapercibido como un chico más, si no fuera porque a su rostro melancólico y su carácter gruñón le acompañaba siempre una nube gris sobre su cabeza que no dejaba de mojarle. Esa nube gris que le acompañaba siempre, era su mundo. Sus miedos, sus fobias, sus inseguridades, su pasado y su presente, y con la que había aprendido a convivir.
Aquella nube que tenía sobre su cabeza, la nube de la soledad, le hacía tremendamente infeliz, y en su alrededor buscaba esa felicidad que le completara, veía una flor pensando que era la felicidad y la cogía, pero la lluvia que soltaba la nube de su cabeza, nada más tenerla en su mano, hacía que se deshojara.
Buscaba la felicidad en el cielo, pero enseguida la nube le mojaba la cara y le impedía ver más allá. Y así, aquel chico pasaba los días, las semanas y los años, caminando bajo su lluvia mientras miraba las flores del camino.
Sin embargo, un día ocurrió algo que haría cambiar las cosas. Mientras el joven paseaba tan tranquilamente, empapado en el agua de lluvia de la oscura nube de su cabeza, mirando las flores del camino se tropezó con una joven muchacha que se había parado unos metros más adelante.
Tras el encontronazo inicial, aquel joven levantó la vista y vio un sol resplandeciente sobre la cabeza de aquella joven. Era tal el brillo del sol que la joven llevaba sobre la cabeza que se le hacía casi imposible fijar la mirada en ella.
Justo en aquel momento, los rayos del sol comenzaron a atravesar las oscuras nubes de la cabeza del joven y por primera vez, sobre su cabeza dejó de llover. El joven estaba tan sorprendido de lo que estaba ocurriendo, que levantó la cabeza y pudo observar como la nube cambiaba de color y de ella surgía un precioso arco iris.
Aquella muchacha había conseguido que la luz y el color lo inundaron todo a su alrededor, que las flores ya no se deshojaran y que el calor por fin calentara la cara.
Sin embargo, el chico se dio cuenta que, al alejarse un poco de la muchacha, la nube gris volvía sobre su cabeza, así que le pidió si podía acompañarle el resto del camino. Ella aceptó y desde entonces no se separan ni un solo segundo.
Puede que usted algún día se tropiece con ellos, no le será muy difícil reconocerlos porque estarán parados a la orilla del camino disfrutando de algún paisaje o de alguna flor.
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