El trayecto que separa a Kiev de Moscú es menor si se ve desde Washington que desde Bruselas.
La historia nos ha enseñado que los procesos de cambio se han producido al albor de grandes avances, descubrimientos o crisis, modificando, así, la percepción de lo que nos rodea. Hasta el siglo XIX, por ejemplo, y antes del desarrollo de la máquina de vapor, viajar estaba lejos del placer. Nadie viajaba si no era por obligación o por una necesidad extrema. También existía algún que otro aventurero que emprendía viajes de magnitudes insólitas, pero estos eran los menos.
Los puntos geográficos en los confines de la tierra se medían en semanas y todo parecía mucho más difícil. En 1888, Bertha Benz viajó 106 km desde Mannheim hasta Pforzheim, en Alemania, haciendo, de esta manera, el primer recorrido largo de un automóvil en la historia. Ahí, la impresión de las distancias empezó a cambiar para el ser humano. Los recorridos se hicieron más cortos, el mundo empezó a interconectarse y el planeta que habitamos, de pronto, se hizo más pequeño.
Así, entre progresos, avances y descubrimientos, el ser humano, en mayor o menor medida, empezó a estandarizar, bajo unos parámetros mayoritariamente aceptados, la percepción de las distancias.
Llegó la pandemia y con ella el shock que cambió nuestras vidas y marcará a toda una generación. Desde ese momento, todo aquello que estaba socialmente aceptado ya no era válido. Tener un contacto estrecho con alguien, que era síntoma de algo positivo y bien avenido, se convirtió en cuestión de días en algo negativo que estábamos obligados a evitar.
Ese hecho, aunque no se le preste la suficiente atención, ha modificado el sentido de nuestras vidas, los valores inculcados, las prioridades vitales y, por supuesto, la percepción de las cosas y la interpretación de las distancias.
Como si del descubrimiento de la piedra rosetta que abre la caja del conocimiento sobre la cuarta dimensión, donde el ser humano puede habitar en un estado de libre consciencia, la mayoría de la ciudadanía experimentó una nueva forma de interpretar las distancias.
Y comprendieron que los seis metros de mesa que separaban a Putin de Macron, en realidad eran cientos de miles de kilómetros entre las ideas que representan a uno y otro.
Que el trayecto que separa a Kiev de Moscú es menor si se ve desde Washington que desde Bruselas. Que para lo que Casado eran tres centímetros de longitud con Ayuso, para ella eran tres metros bajo tierra. O que Santiago de Compostela siempre estuvo más cerca de Madrid que Ávila.
Lástima que ese don excepcional, que ha adquirido la mayoría de la ciudadanía, no haya también florecido en muchas de las personas que toman decisiones diarias que le afectan a usted y a mí. Quizás, muchas cosas que estamos viendo y leyendo, serían producto de las creativas mentes de escritores o guionistas.