La comparación de los sucesos de Turquía con el movimiento español de los indignados no tendría mayor trascendencia si ello no llevara implícito maquillar la realidad política de ese país.
Los indeseables, como los ha denominado Tayip Erdogán, no representan un hartazgo ante unos políticos que usan la democracia para sus intereses personales o como una especie de despotismo ilustrado, sino que pertenecen a sectores que permanecían ocultos porque manifestar sus ideas implicaba el riesgo de acabar en comisaría o la cárcel.
Una de las muchas diferencias estriba en que en España solo se necesitaba una oportunidad para que esa indignación se manifestara en la calle; en Turquía, tenían primero que perder el miedo a la dura represión que les esperaba, tal y como ha ocurrido. Las cifras son más que reveladoras: cuatro muertos, decenas de heridos graves y más de 4.000 asistidos en centros hospitalarios.
¿Cómo es posible que se puedan equiparar ambas situaciones cuando las grandes cadenas de televisión turcas silenciaban estos acontecimientos mientras el Consejo Superior de la Radio Televisión Turca multaba a las televisiones Halk, Ulusal, Cem y EM por “incitar a la violencia” cuando han sido las únicas que han cubierto informativamente de forma digna estos hechos?.
También resulta extremadamente sospechoso que el mismo día los seis rotativos de mayor tirada del país coincidan en titular con la misma frase de Erdogán: “Daría la vida por las demandas democráticas”, como si las reivindicaciones de la plaza Taksim no lo fueran; o que las cadenas televisivas que no se habían acercado a la plaza en los momentos de mayor represión policial y se dedicaban a emitir documentales dedicados a los pingüinos, enviaran sus unidades móviles para mostrar a toda la nación la forma violenta con que actuaban “los extremistas”.
Hay que recordar igualmente que en Turquía no existe libertad de partidos porque no se pueden fundar organizaciones políticas con explícitas referencias religiosas o étnicas, por lo que está prohibido crear partidos democristianos, demoislámicos, alevis, kurdos, armenios o árabes, como sí es posible en España, por el contrario, con los partidos nacionalistas vascos, catalanes o gallegos.
En Turquía sigue estando prohibida la bandera y el nombre de una región –el Kurdistán- que ocupa la cuarta parte del territorio nacional, mientras su lengua, hablada por unos quince millones de personas, sigue sin tener un reconocimiento constitucional, siendo su uso todavía motivo de procesamiento judicial.
¿Puede considerarse una democracia un país en el que no existe autonomía municipal ya que por encima de los alcaldes electos hay un gobernador nombrado por el Gobierno central en el que reside realmente el poder? ¿Puede considerarse verdaderamente democrático un sistema electoral en el que se exige un mínimo del 10 por ciento a nivel de todo el Estado para que, de esta forma, los movimientos de ámbito regional no tengan la menor opción de representación parlamentaria?
La Asociación turca de Derechos Humanos, una entidad de reconocido prestigio, registró el pasado año 20.000 violaciones de estos derechos, 876 casos de torturas en centros de detención y 56 muertes no aclaradas. Por decenas se cuentan las publicaciones y libros prohibidos y también durante el pasado año se produjeron cerca de 5.000 detenciones en aplicación de la ley terrorista, legislación que el pasado mes de febrero también sirvió para detener a 160 cuadros de la Confederación Sindical de Empleados Públicos.
¿Puede considerarse Turquía una democracia cuando su Gobierno se niega a investigar la desaparición por razones políticas de 500 personas tal y como reclaman sus familiares? No se trata de desapariciones de hace décadas, en las que el supuesto delito ya habría prescrito, sino personas que en su mayor parte hoy estarían entre los 40 y los 60 años.
Desde el punto de vista democrático, el sistema político turco es una falacia como lo han sido las disculpas gubernamentales por la brutalidad policial, las promesas de no volver a intervenir en el parque Gezi, la defensa del Centro Cultural Ataturk como excusa para retomar la plaza Taksim tras denigrar ese centro durante meses y solicitar su demolición, o afirmar que Erdogán iba a recibir a una delegación de la Plataforma Taksim cuando los participantes en el encuentro eran nombrados por el Gobierno.
Como falacia es avalar su actual política islamizadora con el 50 por ciento de los votos, ya que la mitad de la población no puede imponer a la otra mitad normas de comportamiento moral que no desea. Erdogán ha soñado con llevar a la práctica el gran objetivo del integrismo reformista: convencer a toda la nación de que es posible su democracia islámica, pero solo se trataba de un espejismo y la revuelta de Taksim le ha colocado de nuevo frente a la dura realidad.
En lo único que ha acertado Erdogán es en catalogar a muchos de los manifestantes de radicales, una actitud política que abunda en Turquía precisamente porque la ausencia de cauces legales lleva a muchos jóvenes a un proceso de radicalización que puede terminar en el apoyo a organizaciones armadas, como ocurre con los casos del DHKP o del PKK, guerrilla que, además de kurdos, integra a numerosos jóvenes turcos convencidos de que el actual sistema político no es viable.
La revuelta de Taksim es, por lo tanto y sea cual sea su final, un intento de cambiar el régimen, una nueva “primavera política”, como ha ocurrido recientemente en varios países mediterráneos pero también en Praga el año 1968, en Pekín en 1989 y en Damasco tras el fallecimiento de Hafez Al Asad cuando alumbraba el siglo XXI.
16/06/2013
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