Abrió los ojos. Todo era oscuridad. Pensaba que aún era de madrugada. Había escuchado algo. No sabía bien el qué. Aquel sonido, casi imperceptible, no era el de los animales cuando empiezan a desperezarse para iniciar el día.
Sintió frio. El mismo frio que se colaba por las rendijas de la ventana de madera en las duras noches de invierno. Se giró. Acomodó la almohada, agarró la pesada manta que con tanto cariño le había tejido la abuela y se tapó hasta el cuello. Se envolvió los pies con ella y respiró profundamente. Se sentía cómoda y confortable.
El sueño estaba a punto de vencerle, pero otra vez, ese sonido le hizo abrir los ojos. Era casi imperceptible. Se concentró en él. Era una melodía cálida y acogedora que le transportaba, mecida, hasta unos viejos y buenos recuerdos que daba por perdidos entre las sombras.
A medida que pasaba el tiempo, la melodía se sentía con mayor nitidez. Decidió levantarse de la cama. Por mucho que insistía, en aquella habitación no había luz. Como pudo, a tientas, se puso las zapatillas de cama y un abrigo que recordaba haber dejado sobre el espaldar de una silla. Se asomó a la ventana. Fuera solo había lluvia, viento y oscuridad.
Palpando las paredes llegó hasta la puerta. Giró la manecilla y abrió. Al otro lado, el salón principal de la casa. ¡No podía ser! –Pensó. Era tal y como lo recordaba. Era la casa de la finca, a las afueras del pueblo, en la que vivió cuando era una niña.
La melodía provenía del viejo gramófono del abuelo. Una reliquia que compró en su último viaje a Argentina. Lo vio en la puerta de una tienda de segunda mano, haciendo resonar los tangos de Gardel en una estrecha callejuela de Buenos Aires. Ella no lo había vuelto a ver desde que papá tuvo que vender la finca. Sonaba la Suite para orquesta número tres en Re Mayor de Johann Sebastian Bach. La que siempre les acompañaba en las frías noches de invierno, formando parte de la banda sonora de una vida.
En el suelo, a un lado de la puerta, un osito de peluche. Lo cogió y lo acurrucó fuertemente contra su pecho. Olía a jazmín y violetas. Ese olor le recordaba a su niñez. Levantó la mirada. Al fondo, sentado en su sofá favorito, junto a la librería de pared en la que todas las semanas colocaba una nueva obra, papá leía a uno de sus autores favoritos. Era joven, apuesto y elegante.
– ¡Papá!, ¡Papá! – No obtuvo respuesta. Papá estaba absorto entre las letras de aquellas hojas envejecidas por el paso del tiempo.
De la cocina salía un olor fácilmente reconocible. El de la salsa de ciruelas que mamá preparaba una vez al mes para acompañar con la carne de ternera. Dio dos pasos a un lado. Tímidamente balanceó su cuerpo para mirar dentro de la cocina. Pudo distinguirla. Aunque no estaba segura, juraría que la reconoció por su corte de pelo. Una melena oscura y rizada que caía hasta la mitad de la espalda. Tal como la recordaba. Era mamá.
– ¡A cenar! Venga, todos a la mesa que la comida está a punto de salir. –Se escuchó desde la cocina.
Al verla salir con una fuente en la mano y una bandeja en la otra, lo corroboró. Sí, esa era mamá. Tan guapa, tan atenta, tan risueña, tan joven. Apretó con más fuerza el osito. Cerró los ojos y volvió a sentir esa fragancia a inocencia, amor y cariño que desprendía el peluche. Unas lágrimas comenzaron a brotar en sus ojos. Eran lágrimas de añoranza.
Papá se levantó, dejó el libro a un lado y apagó el viejo gramófono del abuelo. Ocupó su sitio en la mesa. Una voz una voz infantil y llena de vida, rompió el silencio momentáneo. Era una niña, rubia, de ojos claros, que sostenía con fuerza un osito de peluche. Se sentó a la mesa poniendo el osito entre sus piernas. Comenzaron a disfrutar de la excelente cena que mamá había preparado.
A los pocos segundos, la niña le miró. Tenía una mirada inocente y una sonrisa angelical. Era la única que se había percatado de su presencia allí. Las notas musicales volvieron a escucharse levemente. Ella miró el gramófono, pero estaba apagado. La música procedía de otra habitación. La niña se bajó de la mesa y corrió hasta ella.
– Pero ¿Dónde vas que estamos cenando? –Dijo mamá.
La niña le agarró de la mano. Quería que la acompañara hasta la puerta. Ella accedió. Se aferró a la manecilla para cruzar al otro lado. Dudó. Acercó el oído a la puerta. Ahora la música era más nítida. Era la misma canción que sonaba en el gramófono. Decidida, abrió la puerta y atravesó el dintel.
Al otro lado, un haz de luz le impedía ver nada. La puerta se cerró de golpe. Empezó a escuchar voces. Cuando por fin pudo distinguir algo, ante ella se dibujó la silueta de una pareja de mediana edad. Se restregó los ojos. La luz le molestaba. Alguien corrió unas cortinas.
Una jovencita rubia, con los ojos claros, le agarró de las manos. Se sentía confusa. Miró a todos lados. Se dio cuenta que estaba sentada en una silla de ruedas. Al fondo de la habitación, un médico apagó un aparato de música del que salían las notas de la Suite para orquesta número tres en Re Mayor de Johann Sebastian Bach.
–Abuela. ¿Cómo estás? ¿Qué tal te encuentras hoy? –Le dijo la muchacha acariciándole las manos. Ella tan solo miraba aquellas tersas manos puestas sobre las suyas.
– Mamá. Soy Carlos. Tu hijo. –Dijo el hombre con cierta tristeza en su rostro.
Ella comenzó a acariciar el pelo de la joven muchacha. Le miró y lanzó la mejor de sus sonrisas. Carlos tan solo pudo devolverle la sonrisa. La emoción le afligía. Después de tanto tiempo, en el brillo de aquellos ojos azules había vuelto a ver a mamá.
– Como les dije, diversos estudios avalan los beneficios de la música utilizada como terapia en el manejo de trastornos asociados al Alzheimer. Pero, en el caso de su madre, y teniendo en cuenta el avance de la enfermedad, lo aplicamos como un proceso de acompañamiento que permite la mejora de la calidad de vida del paciente. Es todo lo que podemos hacer por ella. –Aseveró el doctor.
Se giraron para volver a hablarle. Carlos no llegó a terminar la frase. El brillo de los ojos azules se había desvanecido. La mirada perdida apuntaba a lo lejos. Más allá del mar que se divisaba desde el ventanal de la residencia. Ese mismo mar que tantos sueños, anhelos y deseos había devorado a lo largo de la historia. Mamá se había ido de nuevo.
Estaba en casa. Sí, era la casa de la finca, a las afueras del pueblo, en la que vivió cuando era una niña. Papá estaba leyendo en su sofá favorito y mamá estaba en la cocina. Apenas podía distinguirlos entre las sombras. La luz era muy tenue. Se fijó en la lámpara de gas que estaba junto a papá. Su llama era cada vez más exigua. Aun así, papá no dejaba de leer.
Las sombras se fueron adueñando del salón principal de la casa. La calidez se transformaba en desasosiego. Sintió inquietud. Decidió refugiarse en su habitación. Antes de cerrar la puerta se giró. Ya todo era oscuridad y silencio. Tan solo se distinguía el viejo gramófono del abuelo. Una reliquia que compró en su último viaje a Argentina. Allí estaba, en silencio, esperando que algún vinilo le devolviera a la vida.
Entró en la habitación. Cerró la puerta y suspiró. A tientas, intentaba encender una luz que no funcionaba. Miró por la ventana. Fuera solo había lluvia, viento y oscuridad. Por una pequeña rendija de la ventana de madera entraba un intenso frío que convertía la habitación en un espacio lúgubre.
Se quitó las zapatillas de cama. El abrigo lo dejó sobre el espaldar de una silla. Se acostó. Acomodó la almohada, agarró la pesada manta que con tanto cariño le había tejido la abuela y se tapó hasta el cuello. Se envolvió los pies con ella y respiró profundamente. Allí se quedó, en silencio, sin más acompañamiento que el de las sombras que un día aparecieron, para no irse jamás.