El fútbol siempre ha tenido un punto de épica. De David contra Goliat. No son pocos los casos en que la proeza de equipos pequeños se ha terminado convirtiendo en epopeya que alcanzó los anales de la historia futbolística. De ahí radica su conexión con la sociedad. Porque, como en la vida misma, a la hora de rodar el balón, todos parten con las mismas oportunidades de alcanzar la gloria. Igualdad, mérito y capacidad. Que gane el mejor.
Y eso genera empatía. Quién no fue de aquel modesto Numancia de Segunda B que llegó a las semifinales de copa en los 90. Quién no se sintió un poquito del Alcorcón, Alcoyano, Jaén, y tantos otros cuando daban la campanada eliminando a los Barcelona, Real Madrid o Atlético de Madrid. Quién no animó al Alavés en aquella histórica final de la UEFA ante el todopoderoso Liverpool. Quién no se alegró con el humilde Leicester City que ganó la liga inglesa. Que aficionado no sueña con ver al equipo de su ciudad natal o de su barrio llegar a lo más alto.
En esto del fútbol, que no deja de ser lo más importante de entre las cosas que no tienen importancia, reconozco que me considero un romántico. Por eso, esta semana cuando saltó la noticia de la creación de la Superliga Europea de Fútbol, me asaltaron las dudas y preocupaciones.
A bombo y platillo se anunció una nueva competición formada por los veinte equipos más ricos de Europa, que enfrentaría a los veinte equipos más ricos de Europa y que generaría unos ingresos astronómicos para hacer más ricos a los veinte equipos más ricos de Europa. Algo que, de entrada, es contrario al artículo 101 del Tratado de Funcionamiento de la UE, en el que se establece la prohibición de las prácticas que tengan por objeto o efecto impedir, restringir o falsear el juego de la competencia.
La respuesta fue inmediata, y desde la UEFA, FIFA y hasta primeros ministros, los ataques no se hicieron esperar. La batalla campal estaba servida. Pero ojo, no yerre usted en sus conclusiones estimado lector. La batalla no era por salvar al fútbol modesto. Eso lo dejamos para usted y yo. Era una batalla por el dinero. Por muchísimo dinero.
Vayamos a los datos: La pandemia ha provocado pérdidas económicas de unos 2.000 millones de euros para estos equipos. Por eso, y solo por eso, decidieron dar un paso al frente y anunciar la superliga, porque consideraban que ese dinero era suyo y solo suyo.
Solo por participar, cada equipo se endosaba entre 200 y 300 millones de euros. 4.000 millones a repartir el primer año y otros 4.000 millones anuales durante los próximos 23 años. En total, más de 100.000 millones de euros durante las próximas dos décadas. Y detrás de ellos JP Morgan, Amazon y Netflix entre otros. Muchísimo dinero ¿verdad?
Por eso la UEFA, que es quien controla los ingresos y se queda con su gran porción de tarta, no podía permitirlo, y las amenazas se sucedieron una tras otra. Los niveles de presión fueron tales que poco a poco los equipos se fueron retirando.
La superliga ha caído sí, pero los veinte equipos más ricos de Europa no han perdido. La pataleta ha obligado a la UEFA a cambiar algunas normas que les beneficiará. Se relajarán los férreos controles financieros y el reparto de ingresos será mayor para esos equipos. Ganarán más dinero del que ganaban hasta ahora. No ha habido gesta heroica ni proeza.
El fútbol ha cambiado estimado lector. Desde hace unos años importan más los balances de resultado que los títulos, las ventas de camisetas en Asia que los chavales de la cantera, la llegada de multimillonarios con dinero de dudosa procedencia que los socios, los patrocinios de casas de apuestas y las competiciones en países que no tienen el más mínimo respeto por los derechos humanos. Y seguirá cambiando en los próximos años. De eso no tengo dudas.
Mientras tanto, yo prefiero seguir pensando que no deja de ser lo más importante de entre las cosas que no tienen importancia, y con esa filosofía me sigo sentando frente al televisor esperando que la UD Las Palmas o el Athletic de Bilbao me den, alguna vez, una alegría. Será que soy un romántico.
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