Eras las tres y diecisiete minutos de la tarde. Una peligrosa hora para deambular por las calles de una ciudad que hacía muchos años estaba instalada en la resignación, la tristeza y el miedo. Mucho miedo.
Las ventanas de los edificios de las principales calles se iban cerrando una tras otra como si de una grotesca coreografía se tratara. Las pocas personas que aún merodeaban, saltándose el toque de queda, corrían en busca de un lugar seguro donde cobijarse, con el temor a ser interceptados por la Guardia Nacional.
Las gafas de sol, la cabeza cubierta con la capucha de la chaqueta y la mascarilla, impedían identificar a aquel joven que, con un spray en la mano y una rapidez impropia de un novato, pintaba un grafiti en la pared de un edificio que, antes del gran suceso, había sido la sede una pequeña empresa de importación de electrodomésticos antes del gran colapso.
El nerviosismo delataba su imprudencia y temeridad. Y no era para menos. Un helicóptero de las fuerzas de seguridad sobrevolaba las calles volando a baja altura. Dos megáfonos instalados para la ocasión a ambos lados del aparato, no dejaban de reproducir una grabación en la que se recordaba la prohibición expresa de salir a la calle por motivos sanitarios.
El ruido de sirenas de los vehículos de la Guardia Nacional, cada vez se escuchaban más cerca. Algo debía estar ocurriendo a varias calles de allí. Pensó.
Dos calles más abajo, el vehículo circulaba despacio. Una ronda de rutina más para los dos agentes que se encontraban en su interior. El coche se detuvo en el cruce de calles. El oficial sentado en el asiento del copiloto alertó a su compañero con gestos señalando a lo lejos. El vehículo giró las ruedas y se acercó, lentamente, hasta el muchacho que estaba a punto de esconder el espray y abandonar el lugar. No se había percatado de la presencia de los policías.
El ruido de la sirena cuando la conectaron fue atronador entre aquel silencio. El joven quedó petrificado. Un sudor frío empezó a recorrerle el cuerpo. Apuntándole con una pistola desde el coche, le exigieron que se diera la vuelta. El muchacho sabía que la mejor manera de asegurar su integridad física era siguiendo las indicaciones de los agentes.
Los agentes se bajaron del coche. Le exigieron que se mantuviera a dos metros de distancia y se levantara las mangas de la chaqueta. En su brazo izquierdo, un código alfanumérico tatuado: 98JF3. Mientras el agente le tomaba la temperatura, el oficial utilizaba una Tablet para leer el código.
El agente accedió a la ficha social del joven que le indicaba sus datos personales, fiscales, penales y médicos. Al comprobarlos, el agente verificó que no era la primera vez que se saltaba la cuarentena sanitaria y que, además, tenía antecedentes por vandalismo callejero, por hacer pintadas.
Habían pasado ochenta y dos años desde la primera gran pandemia que sufrió la humanidad. El Sras-Cov-2, un coronavirus causante del síndrome respiratorio agudo severo, y que mató a más de cuatro millones de personas durante los siete años que permaneció activo, fue el primero de una perversa lista.
Tras el Sras-Cov-2, llegaron el Yaravirus brasiliensis, que mató a ocho millones setecientos veintiocho mil personas. Una variante de los virus Lassa y Junín, que acabaron con siete millones trescientas treinta y cuatro mil personas, y Abbadon, el más letal de todos y cuya genética era, en un noventa por ciento, totalmente desconocida para la comunidad científica.
Ababadon, cuyo nombre proviene de la mitología hebrea para referirse una deidad demoníaca que gobierna las legiones de las plagas que ocurrirán después del Apocalipsis, llevaba más de diez años activo había arrasado con más de la mitad de la población mundial.
El planeta, sumido en el caos más absoluto, tan solo podía vislumbrar un futuro casi apocalíptico. Abbadon no solo se había llevado a millones de vidas humanas. Arrastró por la antigua Unión Europea que se disolvió ante la vergonzante insolidaridad de sus estados miembros.
EEUU era un país sumido en la autarquía y la más absoluta pobreza. China y Rusia llevaban años enfrascados en una guerra militar por controlar lo poco quedaba. En España, al igual que en el resto de países del entorno, el discurso del miedo a los contagiados, llevó al poder al fascismo que, en nombre de la salud pública, cercenó derechos civiles y logros sociales con el beneplácito de una sociedad instalada en el pánico. Al chico lo esposaron, lo desinfectaron con un spray antes de meterlo en el coche y abandonaron la calle.
A lo alto, en una de los ventanales de la séptima planta del edificio de enfrente, una chica con las manos apoyadas en el cristal, no dejaba de llorar preocupada por lo que le pasaría a Isaías, su novio, a quien hacía meses que no podía ver y que, siempre que podía, le recordaba su amor con una pintada frente a su casa.
“Mi mariposa 14DK7”. Así rezaba el grafiti recién pintado sobre la pared. Ella no dejaba de verlo mientras se tocaba el código alfanumérico de su brazo. Su madre se acercó y la apartó de la ventana. La chica corrió a refugiarse a su cuarto, el único lugar donde era libre. Mientras, aquel coche se alejaba calle arriba sin saber qué sería de Isaías.
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