La democracia y las normas que rigen nuestra convivencia, deben seguir mostrándose como el sistema más atractivo para una izquierda abertzale que aún peregrina entre las dudas e incertidumbres.
No todas las heridas tardan lo mismo en curar ni todas las pieles cicatrizan de igual modo. Lo que sí es común dentro de este proceso físico es que, una vez cerrado el corte, permanecerá para siempre una marca en el punto exacto donde estuvo la herida.
Este simple pero efectivo ejemplo, sirve para explicar de manera metafórica el estado en el que se encuentra, la sociedad vasca, una década después de que ETA anunciara el cese definitivo de su actividad armada.
En estos diez años, la vasca ha sido una sociedad que ha cambiado y ha decidido recorrer su propio camino, que no siempre ha coincidido con el que ha transitado el mundo político. Euskadi está instalada ya en otro tiempo, en otra fase, en otro reloj.
Si bien es cierto que este aniversario debe ser una fecha de celebración y reconocimientos, aún existen rémoras que en nada benefician a una normalización definitiva que ayude a pasar página de lo ocurrido. Transitar por puentes en construcción implica asegurar los pasos que permitan dar el siguiente. Caer en un alarde de conformismo supondría crear una realidad plagada de inestabilidad.
Por eso, la democracia y las normas que rigen nuestra convivencia, deben seguir mostrándose como el sistema más atractivo para una izquierda abertzale que aún peregrina entre las dudas e incertidumbres de que esa sea la mejor forma de consolidar sus aspiraciones ideológicas.
Para ello, la madurez que deben mostrar el resto de formaciones políticas, es clave para abrirles las puertas del juego democrático. Se hace condición indispensable el esfuerzo de aceptar la legitimidad de las urnas, respetar la representatividad otorgada por la ciudadanía y reconocer la licitud de esos actores políticos para existir, proponer acuerdos y llegar a consensos.
El esfuerzo debe ser bidireccional. Cierto es que hay que poner en valor los pequeños pasos que se van dando. Aún todavía de manera timorata y con la utilización de una retórica dialéctica llena de sinónimos y subterfugios lingüísticos, las declaraciones de Arnaldo Otegui, expresando el daño causado a las víctimas, son toda una declaración de intenciones.
Pero la voluntad de integración pasa, inexcusablemente por aplacar acciones que no benefician en nada a una reconversión que la izquierda abertzale debe asumir. Las manifestaciones de apoyo a la lucha armada en forma de insultos, pintadas y carteles en pequeños núcleos donde el infierno ha sido voraz, no se han ido. Como tampoco se ha acabado con los “ongi etorri”, las bienvenidas a los convictos que salen libres y vuelven a sus lugares de origen.
En los primeros seis meses de 2021, el Observatorio de la radicalización de COVITE documentó un total de 64 actos de apoyo a ETA. La permisividad con la que la izquierda abertzale observa el desarrollo de estos acontecimientos es absolutamente incompatible con una carta de credenciales democrática.
Todavía queda pendiente el relato con el que se construirá la historia. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, debe ser el núcleo fundamental con el que forjar los procesos de reconstrucción social, convivencia y memoria que todavía no se han trabajado.
La construcción de las memorias pasa por facilitar espacios de diálogo sobre la paz, basados en tres ejes que sean capaces de responder a tres preguntas. Pasado ¿Qué ha sucedido y qué conclusiones se extrae? Presente ¿Qué se puede hacer ahora? Futuro ¿Qué se debe hacer para que no vuelva a repetirse?
Pero, sobre todo, aún queda mucho por hacer para llevar a cabo una reconstrucción social de la convivencia, que es el pilar donde se debe asentar un futuro con garantías de no repetición.
Flaco favor se le hace a un proceso que implica una delicadeza exquisita, cuando las víctimas del terrorismo son utilizadas como arma política con total impunidad y se construye un falso relato que retrata un espejismo que carece de reflejo social en Euskadi. ETA ya no mata y ya no está en el centro del escenario político.
Esa irresponsabilidad supina daña y lastra los esfuerzos para rehacer una convivencia en la que aún persisten los silencios en torno al conflicto, y gestionar una realidad en la que los familiares de víctimas y verdugos puedan vivir en armonía.
Este décimo aniversario debe ser de celebración, sin duda. Pero los éxitos de la democracia y estado de derecho en tiempos pasados, no pueden volvernos conformistas. Diez años después, los demócratas estamos obligados a concluir el proceso de paz.