-«El señor es mi pastor, nada me faltará. Y aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque él está conmigo. Su vara y su cayado me infunden aliento«. -Murmuraba, una y otra vez, aquel soldado que, con el dedo a punto de presionar el gatillo, buscaba por la mirilla otro objetivo a batir.
Cubierto de agua hasta el cuello y agazapado tras el cuerpo de un soldado caído, sentía cada vez más cerca el silbidos de las balas de los alemanes apostados en las posiciones avanzadas de costa, en lo alto de la colina.
A su lado, otro joven soldado, de la segunda división de asalto, escondido tras una estructura defensiva, no paraba de llorar mientras sus compatriotas iban cayendo uno tras otro a su alrededor. El soldado se acercó al joven y lo cobijó como pudo en medio de aquel infierno. El olor a sangre, muerte y miedo que se sufría en aquella playa, convirtieron en realidad las peores pesadilla jamás soñadas.
Le recordaba a su hermano; tan joven, tan indefenso, tan vulnerable. Y ese recuerdo le llevó, por un segundo, a las fértiles tierras de Nebraska, donde su esposa labraba el centenar de acres de tierra y su hermano cuidaba de las cabezas de ganado que servían de sustento económico familiar.
Sin saberlo, los recuerdos de aquel hombre, que no dejaba de murmurar, quedarían en la playa para siempre, y su cuerpo, en una tumba en Omaha mirando a los Estados Unidos. Y aquel joven que lloraba aterrado, preguntando por mamá y deseando volver a Pittsburgh para trabajar con papá en el negocio familiar, tampoco sabía que diez meses después formaría parte del primer batallón aliado que entraría en Berlín tras la ocupación del ejercito soviético, y sería uno de los soldados que pisaría el bunker de Hitler.
Setenta años después, un anciano sentado en el porche de su casa contempla una hermosa puesta de sol en una tarde verano. Su nieta, que había ido a buscarlo porque la cena ya estaba en la mesa, se acercó y le tocó el hombro.
-¿Qué murmuras abuelo?
El anciano la miró, le tocó la cara con cariño y sonrió.
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