Quizás es el momento de que la diplomacia pragmática salte a escena y que todos los actores implicados empiecen a asumir la dura realidad.
Han pasado cien días desde que Rusia decidió invadir Ucrania en lo que se esperaba fuera una “guerra relámpago” cuyo objetivo era derrocar al Presidente Zelenzski y establecer un gobierno satélite del Kremlin. Cien días después, la guerra está lejos de acabar y ha dejado ya más de 4.000 civiles, 262 de ellos niños, y casi 5.000 personas han resultado heridas.
Y si estas cifras impresionan, la ONU estima que probablemente sean mucho más altas, teniendo en cuenta la devastación que dejan las tropas rusas a sus espaldas al salir de las ciudades. Fosas comunes, cuerpos ejecutados a sangre fría, edificios devastados y, sobre todo, mucho sufrimiento.
A nivel económico, la guerra se ha traducido en un incremento abrupto y generalizado de los precios. Las últimas proyecciones del FMI apuntan a que la inflación para 2022 será del 5,7% en las economías avanzadas y del 8,7% en los mercados emergentes. Esto es 1,8 y 2,8 puntos porcentuales más que lo proyectado en enero, poco antes de la invasión rusa.
Tanto el Banco Mundial como el Fondo Monetario Internacional han reducido prácticamente en un punto porcentual el PIB global para este año, con previsiones del 3,2% y 3,6%, respectivamente. Pero el efecto negativo se prolongará. Para 2023, se prevé un crecimiento similar al de este año y en el mediano plazo, el FMI pronostica una disminución en torno al 3,3%.
La guerra también ha disparado la volatilidad en los mercados de los hidrocarburos, obligando a Europa a replantear el modelo energético, cuya subsistencia ha dependido en las últimas dos décadas de las importaciones, sobre todo de las rusas.
Eurostat asegura que, en 2021, la UE importó un 43,5% de su consumo total de gas y un 27% de petróleo. De hecho, el año pasado, la energía representó el 62% de las importaciones totales de la Unión Europea desde Rusia y le costó al bloque comunitario unos 99.000 millones de euros.
El escenario no parece que vaya a cambiar a corto plazo. La actual crisis alimentaria por la problemática de las exportaciones, las expulsiones recíprocas entre Rusia y países europeos de sus embajadores, o los cortes del gas ruso en países como Finlandia, Dinamarca o Bulgaria no hacen más que acrecentar un escenario crítico que nos sitúa a las puertas de un conflicto mundial.
Quizás es el momento de que la diplomacia pragmática salte a escena y que todos los actores implicados empiecen a asumir la dura realidad: Ucrania no va a poder ganar la guerra por sí sola. Occidente no podrá sostener por mucho tiempo la financiación militar de Ucrania y Rusia no va a poder ocupar el país. La solución; aplicar la teoría del realismo político.
Henry Kissinger, quien fuera Secretario de Estado durante los mandatos de Richard Nixon y Gerald Ford, y el arquitecto de la política de distensión con la Unión Soviética y de la apertura de la China de Mao, ya lo dejó caer durante su intervención en el Foro Económico de Davos: “Ucrania debe ceder territorio a Rusia para poner fin a la guerra, advirtiendo a Occidente que una derrota humillante para Rusia podría dar lugar a una desestabilización más amplia.” Quizás el viejo zorro plateado vuelve a tener razón.