Este año que ya va acabando, ha sido el año que el mundo se paró. El año que nos enseñó a ser humildes ante lo desconocido. A descubrir la fragilidad del ser humano ante un enemigo distinto al propio ser humano.
A valorar que la vida debe estar a la cabeza de cualquier lista de prioridades. A que la naturaleza, esa paciente señora que nos enamora con una explosión de color y vida, siempre termina recuperando lo que es suyo.
Pero, sobre todo, este año nos ha enseñado a que todavía estamos a tiempo de volver a empezar. Un nuevo comienzo para que nuestro legado sea una sociedad que vive en armonía y respeto con un entorno que es mucho más fuerte que el propio ser humano. Con ese duro y forzoso aprendizaje en mente, es el momento de despedirse de este fatídico año.
Una despedida que no tiene un regusto a melancolía en blanco y negro. Al contrario, hay despedidas que saben a nuevos comienzos que añoran viejas normalidades. A ganas de abrir la caja de abrazos pendientes que aguarda paciente desde marzo. A sonrisas sin enmascarar. A sueños pausados y quimeras inmunizadas. Quizás le esté pidiendo demasiado al nuevo. Pero mientras llega ¿Por qué no ilusionarse?