Las políticas de austeridad son la excusa para recortar derechos que hasta ahora se habían considerado universales y que, como contrapartida obligaban a que igualmente fuese universal la contribución de todas las personas a su financiación a través de los impuestos. Los resultados macroeconómicos a corto plazo de las llamadas políticas “de austeridad” están claros para quienes quieran verlos: lejos de solucionar la situación económica y servir de salida para la crisis lo que han hecho es agudizarla y llevar a la economía europea a una nueva recesión.
Como instrumento de estabilización macroeconómica estas políticas son un auténtico desastre y completamente contrarias a las que de verdad se necesitan, puesto que en lugar de generar actividad en esta fase de crisis la destruyen aún más. Y es fácil por ello predecir que mientras se sigan imponiendo será imposible salir de la situación recesiva en la que estamos: no creo que haya ninguna experiencia histórica de una economía que haya salido de una crisis como ésta, de demanda y con racionamiento de crédito, con políticas de recortes de gasto, y la Europa actual no va a ser una excepción.
Son tan contrarias a la lógica más elemental que desde que empezaron a llevarse a cabo se tuvieron que justificar con un argumento más asequible, que siempre suele caer bien a los ciudadanos y que encaja perfectamente con la ideología neoliberal dominante, a la que en España se suscribió desde el principio el Partido Popular: hay que poner fin al despilfarro de los gobiernos y la austeridad es la única forma de conseguirlo.
Durante todo estos años, la derecha española ha venido insistiendo en que la fórmula mágica para salir de la crisis era esa austeridad que permitiría acabar con el mal uso de los recursos públicos que hacía el Estado, sin pararse a pensar que el gobierno al que criticaba había cerrado las cuentas antes de la crisis con superávit o que los despilfarros más vergonzosos precisamente se habían dado (aunque es verdad que no solo en ellas) en las comunidades en donde su propio partido estaba gobernando.
No me cabe duda de que las administraciones públicas han hecho en los últimos años un mal uso de la excesiva capacidad para endeudarse, que han realizado gastos a todas luces injustificados y que la austeridad entendida en su buen sentido es un principio de comportamiento siempre deseable.
Pero la prueba de que no son los malos excesos los que se tratan de evitar con las actuales políticas fiscales es que, en la inmensa mayoría de los casos, las medidas de disminución de gasto que se están llevando a cabo no se dedican a recortar el despilfarro sino la financiación de servicios públicos básicos. Incluso algunas más bien demagógicas que se han querido presentar como muestra de que se cortaba por lo sano con el boato en el sector público (reducción de coches oficiales, de empleados públicos o de complementos a altos cargos) terminan saliendo más caras que antes. Y al revés, que recortes que se han adoptado en aras de la austeridad (como el de la anulación de la aprobada ampliación del permiso de paternidad) suponen un coste (unos 200 millones de euros) casi irrisorio comparado con otros auténticamente despilfarradores.
Basta comprobar la naturaleza de las políticas de recorte de gasto que se están llevando a cabo y las medidas de ingresos que las están acompañando para deducir fácilmente que su pretensión última no es, como se dice, eliminar los despilfarros y los gastos inútiles, y ni siquiera disminuir el gasto en general, sino solo aquellos que los perceptores de rentas más altas (los propietarios del gran capital empresarial y financiero) consideran innecesarios y por los que ya no están dispuestos a seguir pagando ni un euro más en impuestos.
Así, se habla de políticas de austeridad pero no se ha tocado prácticamente ni uno solo de los llamados “gastos fiscales” (deducciones y exenciones de las distintas figuras tributarias) que poco a poco se han ido añadiendo a nuestros impuestos: aportaciones a planes de pensiones privadas, compra de vivienda, incentivos a la inversión…). Estos gastos benefician prácticamente en su totalidad a los perceptores de renta más altas y suponen una merma importantísima de los ingresos del Estado: según la Memoria de Beneficios Fiscales se llevan un 42 % de los ingresos recaudados por IVA, casi la tercera parte de los del IRPF y un quinto de lo recaudado por el impuesto sobre sociedades. En lugar de reducirlos, el gobierno del PP los ha aumentado.
Por otro lado, tanto el gobierno central en su escaso recorrido como los de comunidades autónomas en donde se vienen aplicando estas políticas neoliberales de austeridad llevan a cabo recortes de gasto en partidas como educación, sanidad, dependencia, mientras que han seguido concediendo todo tipo de ayudas a grandes empresas, o han paralizado pagos a pequeños proveedores mientras que los grandes han seguido recibiendo liquidez sin problemas. Tal y como ha ocurrido en la Comunidad de Madrid, los recortes en financiación de la educación pública han venido acompañados de ayudas fiscales a las familias que utilizan la privada por cantidades globales incluso mayores que han supuesto un incremento neto del gasto. Y esa transferencia de renta es aún mucho más clara en el caso de la política de gasto sanitario de comunidades como la catalana o madrileña que terminan por pagar mucho más o por ingresar mucho menos una vez que privatizan centros de salud con la excusa de que no hay recursos para mantenerlos.
La evidencia empírica de la que fácilmente se dispone en la literatura científica muestra que cuando aumenta la gestión privada de servicios de salud o educativos no disminuye el gasto total sino que aumenta el privado en perjuicio del público porque eso va a asociado a más negocio y beneficio privados pero también a una provisión más desigual de los recursos que, globalmente considerada, implica menor rendimiento y eficiencia de los servicios y, por tanto, mayor despilfarro, puesto que se alcanzan peores resultados con gasto total más elevado.
También sabemos sin ningún género de dudas que disminuir el gasto público educativo y en investigación e innovación como se está haciendo en España repercute inevitablemente en menos actividad y crecimiento, es decir, en menos ingresos a medio y largo plazo, de manera que es completamente ingenuo, por utilizar una expresión suave, considerar que de esa manera se está contribuyendo de verdad a disminuir el peso del gasto en la economía. Lo que se está haciendo es crear un fardo de gasto mucho más pesado sobre las generaciones futuras que deberán realizar mucho más esfuerzo para recuperar su capacidad individual y colectiva de generar actividad, empleo, ingreso y bienestar.
Y si las políticas de austeridad ni siquiera suponen realmente una fuente de mayor eficiencia o de menor gasto total a medio y largo plazo sino todo lo contrario, tampoco se puede creer que vayan a ser una buena fórmula de hacer frente a la deuda que se ha generado como consecuencia de la pérdida de ingresos y de los gastos extraordinarios generados por la crisis. Al revés, la hacen irremediablemente más pesada y difícil de llevar en el futuro.
Si estas políticas se aplican no es, pues, porque de verdad se quiera conseguir que se realice menos gasto innecesario o para evitar el despilfarro. Las políticas de austeridad son la excusa para recortar derechos que hasta ahora se habían considerado universales y que, como contrapartida obligaban a que igualmente fuese universal la contribución de todas las personas a su financiación a través de los impuestos. Quienes no necesitan de la provisión pública de servicios de salud, educativos o de dependencia, porque pueden pagarse los privados, están hartos de pagar impuestos para sostenerlos y quienes quieren hacer pingües negocios proporcionando esos servicios en el mercado lo están de no poder hacerlo porque su provisión la garantiza el Estado de forma universal y gratuita.
La crisis ha sido la oportunidad de oro para acabar con todo lo que se oponía a esos deseos: gracias al shock colectivo que supone y a la amenaza catastrofista que se difunde desde todos los medios es más fácil engañar a la gente diciéndole que hay que renunciar a derechos porque hay que gastar menos cuando en realidad se le está obligando a gastar mucho más y peor.
18/01/2012
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